La primera vez que en la calle vi a esa mujer cruzar corriendo la esquina pensé que estaba loca. Una de las tantas que la noche deja libre.
La segunda vez ya no fue casualidad. Yo venía peleando contra el sueño y miraba para todos lados. Ubicando las cosas, tomándole distancia para no encontrarme con ellas de golpe y así evitar que mi cara termine contra alguna pared o cualquier cosa que me aparezca en el camino. Como aquella vez que un par de tachos de basura salieron al cruce y me co-rrieron tres cuadras tratando de morderme los talones. Son terribles. Nunca patees uno de esos tachos. Nunca se sabe como pueden reaccionar. Como les decía: venía tranquilo, casi dormido (semidormido) y volví a ver a esa mujer, exactamente en el mismo lugar. Quiero decir; vi a la misma mujer, en el mismo lugar y moviéndose rápido, de la misma manera que la primera vez que ya conté más arriba. Voló por sobre el asfalto, y no paró hasta llegar a la otra esquina.
Creí que era una broma. Supuse que la mujer me había reconocido y que había actuado esta última vez como burlándose de nuestro primer encuentro. No le di demasiada importancia, por el sueño tal vez. El tiempo pasó. Al cabo de unos días, una nueva pelea con los tachos de basura me puso en aviso de que debía cambiar el camino de regreso a casa. En lugar de describir una L desde la plaza donde paraban los colectivos hasta mi casa, tuve que cambiar el recorrido formando una incómoda S, sólo para evitar llegar a destino con los talones lastimados.
Fue una de esas noches en que practicaba una caminata por el nuevo circuito cuando me topé en una esquina con uno de los tachos. No era su lugar de siempre, me arrinconé contra una puerta de hierro gigante y cerré los ojos. Como si eso me ayudara a que él no me viera. Era un tanto lógico mi razonamiento, yo no veía el tacho, él no tendría que verme. Escuché entonces como tosía, se removía en el piso y respiraba con dificultad, como un tiburón cuando se le atraviesa una costilla de humano en el esófago. Me asomé, lentamente caminé, siempre a espaldas del adminículo-depósito. La tentación fue más fuerte que yo y, sin vacilar, sin repetir y sin soplar, le encajé una patada que terminó por tumbarlo en medio de la calle. La reacción no fue la que yo esperaba; dentro del tacho había un vagabundo que – por algún motivo que no viene al caso explicar ahora – estaba atrapado, prisionero. El viejo terminó casi del otro lado de la calle, el impulso que recibió por la patada que le di a su captor lo lanzó despedido, regurgitado por el tachete loco que era el captor del vagabundo; que estaba dentro del tacho atrapado, prisionero del tacho que lo tenía capturado; tacho que estaba atragantado por un vagabundo intragable que se había metido, vaya a saber uno por qué, en las fauces de un tacho de basura que ahora lo estaba tratando de digerir y que... bueno, me perdí.
Ayudé al hombre a levantarse y lo llevé hasta la entrada de un edificio que se Internaba en una galería. Me agradeció el gesto. Le pregunté qué lo había llevado a meterse en un tacho sabiendo el manjar que representan para los bichos esos las personas de la calle. Reconoció que había obrado mal, pero que había entrado al come-linyeras tentado por un olor que salía de su interior. Sacó del bolsillo un par de empanadas humeantes y se las tragó sin masticar. Las había rescatado estando dentro del “coso ése”, como lo llamó él. En su lugar hubiese hecho lo mismo.
Me pidió cartón. Sólo un poco, para poder remendar el agujero que tenía en la suela del zapato. Le dije que no traía conmigo en ese momento ni siquiera un poco de papel. Lo gracioso fue que mis zapatos estaban peor que los de él. Salimos los dos a buscar, juntos, un poco de papel o cartón para arreglar nuestros sendos zapatos. Pasamos por la esquina donde minutos antes había sucedido todo la pelea pero no vimos rastros del bicho. Caminamos tranquilos, deteniéndonos antes cualquier posible pedazo de cartón. Después de cinco minutos (o cinco horas, o tal ves cinco días, no lo sé) de estar vagando juntos, entramos en confianza y el hombre de la calle me refirió la historia de su vida. Algo que no viene al caso contar ya que pronto yo también seré uno de ellos.
La felicidad del linyera al encontrar cartón para sus (nuestros) zapatos hizo que le vinieran ganas de cantar unos tangos viejos. A esta altura, en las postrimerías del año dos mil cien, todos los tangos son viejos. Aún cuando se hayan compuesto hace una semana. El tiempo fluye de otra manera en el futuro, y yo, como buen viajero proveniente de un mañana incierto, tengo que hacerlo notar aunque ésta no sea la razón de la historia que estoy por referirte y que el linyera, a su vez, me refirió después de celebrar el fin de la búsqueda de cartón.
Terminó de cantar El entrerriano, un tango que posee una maldición y que figura en la lista de censura del Comfer. Canción que no se escucha más que de boca de personas como mi compañero. No hay registros de su grabación, se eliminaron todos los discos (o simplemente desaparecieron) como respuesta del gobierno a la publicación del historiador Miguel Ignacio Dolina (nieto de un escritor cuyo nombre no viene a mi mente ahora) en la revista Un pasado mejor. En ese artículo se describe como todos aquellos que escucharon alguna vez ese tango terminaron muertos. Nunca se supo si, en esos casos, la maldición se había cumplido o simplemente habían muerto por causas naturales, “...lo que sí se sabe – cito el artículo – es que todos aquéllos que escucharon ese tango terminaron, tarde o temprano, en el cementerio. Aunque pueden haber muerto por otras maldiciones, como por ejemplo, la de ser víctimas del incendio que nunca se apaga, en el distrito de Miserere Centro (ex barrio Once).”*
Como venía diciendo. Después de ayudarlo a entonar ese tango, nos sentamos en la parada del ciento treinta a remendar los calzados quejosos por la humedad y el maltrato de una noche agitada como la que nos había tocado en suerte. Vimos pasar por la esquina, un grupo de tachos, en manada (o jauría, o cardumen... eran un grupo, con eso basta), pero no tu-vimos miedo, estaban demasiado lejos como para hacernos daño. Fue entonces y no más tarde, que el vagabundo hizo referencia a la mujer que yo había visto en más de una ocasión. Aquella que corría de una vereda a otra, cruzando la calle sin mirar, esté el semáforo en verde o no. Le pregunté si él también la había visto, me respondió que no recordaba el número de veces. Me advirtió que tenga cuidado, puesto que ella no era un ser humano vivo. “¿Es un fantasma?” pregunté. Me contestó que no. Era algo más complicado de entender que una simple aparición. “Algunos piensan que es la que controla los tachos. Que en vida había sido una vagabunda como nosotros y una noche la encontraron muerta dentro de uno de los contenedores de basura. Se llevaron el cuerpo y lo enterraron por ahí, pero con el tiempo empezó a aparecerse. No tiene un orden, a veces, se presenta durante una semana, todas las noches. Por ahí, pasa meses enteros sin que nadie la vea. Cantamos El entrerriano porque dicen que no soporta escucharlo.” “Interesante – dije – parecían calles normales.” “Todo parece normal.” dijo mi compañero.
Arreglamos como pudimos los zapatos y nos fuimos internando en una cortada que estaba cerca de la plaza Sarmiento. No había lugar seguro con esa mujer en la calle. Quisimos ir a verla, no supe de qué queríamos cerciorarnos. Supongo que fue el coraje que infunda un calzado en buenas condiciones. Llegamos a la plaza, nos deslizamos por entre los árboles ayudados por la oscuridad de sus ramas hasta llegar al centro mismo de ella, donde una fuente vieja y horrible nos sirvió de escondite. Desde ahí se podía ver la esquina fantasmal. Podíamos verla a ella, vestía con una campera marrón, grande para su cuerpo, parecía llevar puesta una frazada enorme más que un abrigo. Cruzó tantas veces que perdimos la cuenta, mi amigo de la calle por no saber contar, yo por tener (como ya dije) otra noción del tiempo. Se acercaba el amanecer y la actitud de la fémina espectral no parecía modificarse en absoluto. Hasta que – como todo – llegó a su fin su constante deambular cuando un ciento cincuenta y tres cruzó la esquina alentado por la luz verde que lo habilitaba y la imagen corpórea de la mujer desapareció entre el amarillo de la carrocería y el gris del paragolpes delantero. Más allá de saber que el vehículo acababa de atropellar a un no vivo, la impresión hizo que cerrara los ojos. Cuando los abrí, el amanecer ya era una realidad. La luz del sol era más fuerte que el alumbrado público, aún así todavía quedaban partes oscuras entre galerías y toldos. Me despedí de mi compañero de esa noche, me agradeció una vez más el haberlo salvado y me dijo que camine tranquilo hasta mi casa. “Los tachos a esta hora no hacen nada.” Y yo le creí, caminé y doblemente le creí al comprobar que tenía razón. Llegué a casa con los talones intactos y con una moraleja entre los dientes que olvidé ni bien apoyé la cabeza en la almohada.