Notas para leer en caso de incendio.








sábado, 5 de junio de 2010

Arbol

Orlando abría los ojos. Eran todas las mañanas iguales. La radio lo despertaba, hablándole por lo bajo, como a la noche. Por momentos se despejaba su mente, mientras la luna seguía afuera, y creía oír alguna canción de las pocas que consideraba valían la pena. Dormía boca arriba. Se había acostumbrado a sentir cercana la pared a su derecha, el resto de la habitación a su izquierda, junto con la radio y algunas otras cosas. Terminaba todo con la luz del día. Algunos despertares fríos, otros nublados, pero todo terminaba para él a la mañana. O comenzaba otra forma de existencia.
Un desayuno rápido, cuando lo había. Dejar la ventana de la cocina abierta, si el cielo no presagiaba lluvias ni grises, trabándola con una cuchilla en su vaina. Buscar la plata que guardaba en la heladera y salir a la calle; sí, la plata en la heladera, único lugar que consideraba seguro. El tipo que le alquilaba el departamento tenía una copia de la llave y subía en su ausencia sólo para molestarlo, o robarle arroz o fideos, o simplemente conocer cómo vivía ese muchacho que entraba y salía por el pasillo lateral de su casa sin decir más que el mínimo saludo. Aún así, el hombre se las ingeniaba para conocer y registrar las actividades que mantenían ocupado a su inquilino y que lo tenían fuera durante casi todo el día. Si alguien venía a visitar a Orlando se encontraban con una casa grande, de dos pisos, y con la duda. Golpeaban siempre en la puerta principal y el dueño les aclaraba que la dependencia comenzaba en el primer piso. Durante nueve meses o más, el dueño supo las rutinas que formaban parte de la vida de Orlando. Lo extraño de la situación, lo que llamaba la atención, era el interés de ese viejo inquisidor (y el de casi toda su familia) por la vida de un estudiante universitario en su primer año. Para el universitario era lo que le había tocado vivir, y no se detenía a evaluar la situación. “Por ahora...” se repetía “...sólo por ahora.”
Sorteando, entonces, todos los días la vigilancia indebida de sus alquilantes (cuando no se mostraban sus hijos haciendo el relevo a sus padres), Orlando marchaba rumbo a la terminal. Siempre llegaba diez minutos antes, nunca más temprano, y esperaba sentado el colectivo; móvil habitual en el folclore entrerriano, con más kilómetros de lo debido, y que llevaba como podía el pasaje y los años de servicio. La vejez en estos autos grandes se parece a la de las personas. Arrugas disimuladas con algunos remaches y capas de pinturas superpuestas. Un maquillaje improvisado sobre el cual se estampaba el nombre, marca de identidad de una empresa dispuesta a todo por optimizar los servicios, excepto claro, invertir en mejoras. Algunos asientos inutilizados los días de lluvia por las goteras en el techo, o la opción de ir sentados siempre y cuando uno sostuviera en su falda el balde con el cual se evitaba el charco en el piso. Eran viajes interesantes. Orlando había adquirido una práctica en la medición del tiempo que rozaba la exactitud. Muchos como él lo hacían y lo seguirán haciendo. Pienso en esas personas que no sólo deben tomar uno, sino dos o más colectivos para poder llegar a destino – trabajo, casa, escuela o ninguna parte – y en sus recorridos llegan a dormir decenas de minutos, hasta horas enteras sin que eso les impida abrir los ojos a tiempo, para no pasarse y tener bajar en tierras desconocidas, y hasta en ocasiones, inhóspitas (así se siente uno cuando la mala suerte lo lleva a bajarse en una parada en la que nunca pensó que llegaría a estar, esa sensación de ignorancia ante lo que nos rodea es común a todos; quienes hayan pasado por eso saben a lo que me refiero). Volviendo a Orlando, dormía los veinte minutos que duraba el viaje y despertaba siempre a tiempo para no terminar en otro lado. Si se pasaba, sólo quedaba un destino posible, y era treinta kilómetros más al oeste de lo que se podía aceptar.
Pero no todos los viajes eran para dormir. O mejor dicho, no todos los viajes eran dormidos por Orlando. Desfilaron algunos libros por sus manos ese año. Durante el camino, apuntes de sicología o solfeos en calve de fa eran sometidos a un último repaso antes de los exámenes que lo esperaban al bajar. Con los años, en retrospectiva, Orlando piensa que todos los viajes forman ahora parte de uno solo. Un único y gran recorrido que no se detiene cada vez que lo trae a la memoria, y con el recuerdo, el camino. Lo imaginó (y lo sigue imaginando) similar a una película que se proyecta en alguna sala y que nunca dejan que el proyector descanse, entrando a verla y saliendo cuando uno quiera, la cantidad de veces que uno lo desee. Un recuerdo autónomo, independiente a cualquier evocación. El verde constante y las cuchillas montieleras jugando con el viento, moviendo el trigo. Cortando de golpe el azul, el celeste, los grises de algunas mañanas. Y de regreso a casa, el atardecer con sus distintas tonalidades de ambarino y sus destellos en el mismo cielo de horas antes, mostrando el silencio del recorrido y un día que empezaba a parecerse a la noche. Usaba un juego de palabras basado en el título de uno de los libros que había leído para referirse al sueño: todos los viajes el viaje.
Fue en uno de esos primeros viajes donde Orlando vio aquel árbol (ahora la memoria ha estancado su recuerdo en una mañana nublada; pudo haber sido así). Distraído, conociendo y aprendiendo el camino, intuyendo un poco lo que sigue cuando uno avanza por un sendero que se comienza a grabar en la memoria, mirando por la ventana, siempre del lado derecho, lo vio sobre una gran loma que ocultaba tras de sí parte del horizonte. Apoyado sobre sus raíces, sobresaliendo como una araña gigante, el árbol estaba lejos de la ruta. Igualmente lo sorprendió. Era magnífico. Sorprendía ver ese despliegue de ramas apuntando al cielo, guardando una falsa simetría que lo mantenía vivo, aún en invierno, cuando las heladas habían borrado todo rastro de hojas sobre él. El frío parecía ayudarlo. Mostraba una bestia (perfecta) de la naturaleza que estaba viva desde antes que naciéramos todos. Testigo mudo de miles de días y noches en los que su figura habrá servido como punto de referencia en un territorio tan basto. O tal vez, más atrás en su memoria, único gigante paciente y expectante ante la llegada de seres que ven el tiempo de otra manera, que miden sus vidas dividiéndolas en fracciones diminutas. Que incluyen en sus recuerdos al gigante de cien extremidades, como lo estoy haciendo ahora. Tal vez siendo ésta una equivocada manera de mantenerlo vivo más allá de sus presencia, dibujado en éstas páginas. Digo tal vez y equivocada manera porque Orlando deseó con todas sus fuerzas que así fuera, llegó a pedir en sus oraciones que aquel viejo árbol pudiera acceder a la eternidad. Pensó en conseguir una cámara y retratarlo. Pensó en cómo sería el día en que hiciera detener al chofer en el medio del camino, en el medio del campo, para bajar sin darle explicaciones. Contó por las noches, antes de dormir, mirando el techo en caída de su pieza, los pasos que separaban el asfalto de la loma donde estaba el árbol. E imaginó las madrugadas que, subido a su copa, podía ver las tormentas a lo lejos descargando agua y rayos y miedo. Pero no había cámaras para retratarlo. No tan abundantes como ahora. La tecnología en esos días era una realidad sólo para las billeteras holgadas. Por eso lamentó no tener una de esas digitales cuando vivía solo.
Los viajes bruscamente llegaron a su fin cuando Orlando decidió probar suerte en otras ciudades. Algo que lo alejó de ese paisaje previsible y hasta querido en sus últimos meses. Intentó no olvidarse de esas imágenes, fue así como creó esa sala de proyección en su memoria.
Un par de años después, para sorpresa de Orlando, el viaje se repitió. El sueño se volvió recurrente al acercarse la fecha. Aquel rodar por la ruta sin detenerse, lo despertaba continuamente por las noches. Lo preparaba para el encuentro. Se conformaba sólo con un par de tomas desde el colectivo, en movimiento, no le importaba, no iba a parar al chofer. Este nuevo viaje se hacía por otros motivos pero la cámara (que ahora tenía) fue lo primero que guardó en el bolso cuando supo que haría ése camino, otra vez; una última vez quizá. Tres, cuatro, cinco años, ya había perdido la cuenta. No le importaba el tiempo que había pasado, sabía que a su amigo gigante y silencioso tampoco le importaban los días. Los dioses le habían concedido la eternidad, no podía ser de otra manera.
La terminal había cambiado un poco. Pero el boletero que Orlando imaginó psicópata asesino, dispuesto a cercenar con un hacha a media ciudad cuando su hastío lo colmase, seguía vendiendo los boletos en la misma garita diminuta. El micro mostraba nuevo maquillaje, ya no había cicatrices de viejas batallas. Por primera vez en mucho tiempo, el recorrido parecía igualarse con aquel recurrente sueño que lo venía despertando últimamente; sería largo el trayecto hasta ver esos dedos elevando su plegaria silenciosa sobre la loma. El camino pasaba, el horizonte se iba perdiendo lentamente sobre una elevación de tierra que Orlando conocía de memoria, miró sobre la cúspide (le pareció de repente una montaña), acercó su cara lo más que pudo al vidrio...
La vista lo engañaba, no creía en sus ojos, en vano era convencerse de que había equivocado el destino. No estaba viajando hacia otro lado, era el mismo viaje, pero una película diferente. Un sueño en el cual las manos que formaban el cuerpo del gigante habían cedido, descansando abiertas sobre el pasto. Como una paloma herida, alas rotas desplegadas sobre el suelo, donde no pertenecen. Una tormenta y un centenar de noches fluyeron con forma de historia. Y el ciclo que negamos aceptar había hecho lo que le es debido, lo que injustamente le corresponde. Una herida abría en dos esas manos. Un montón de ramas caían ahora muertas sobre raíces cuya solidez ya no interesaban a nadie. No tenía sentido alguno comprobar sus profundidades, el árbol ya no existía como tal. El viento demostró que desgasta hasta doblegarnos definitivamente en la vejez.
Orlando habló de esto sólo una vez. Reconoció al final, que no tuvo el coraje de sacar siquiera la cámara del bolso. Retratar ése árbol hubiese significado no escribir estas palabras. Ver una foto como la que quería conseguir Orlando, hubiese sido el final perfecto para esta historia.