Demasiado frío para ser primavera. Y había que agregarle la espera.
Tensa. De esas que traen malos augurios. El motor de un auto rompió la
monotonía de la noche. "Por fin”, pensó Alberto, sin sospechar siquiera
que el final que se acercaba era el suyo.
El vehículo iba a marcha lenta. Un animal mecánico que se movía con cuidado,
evaluando vías de escape, señuelos falsos o alguna emboscada. Sin embargo nada
parecía perturbar la quietud de la noche cada vez más densa.
El movimiento fue rápido y certero. Alberto ni siquiera alcanzó a
reaccionar para tomar su arma o para huir. Cuando pudo divisar con claridad, los
ocupantes del auto ya habían descendido y lo había reducido dejándolo inmóvil.
"Esto te pasa por meterte con la gente equivocada", alcanzó a
mascullar el más grande de ellos, al tiempo que le colocaban una capucha negra
sobre su cabeza. Un golpe seco en la nuca hizo que todo se volviera más oscuro.
El baldazo de agua lo hizo volver en sí, estaba fría y la noche ya lo
era (mejorar). Trató de rastrear en su cabeza el mapa de su cuerpo. Estaba
descalzo y sentado. Podía sentir sus pies congelarse por el agua. El piso era
rugoso, como de cemento sin terminar. Sus manos se encontraban atadas sobre su
espalda con una soga muy rústica. Intentó hacer fuerza para zafarse pero
resultó inutil. El que ató el nudo sabía bien lo que estaba haciendo. Al llegar
a su cabeza sintió el dolor de la inflamación en el lugar donde lo golpearon.
Un dolor punzante y que aumentaba con el correr de los minutos. Levantó la
cabeza: nadie alrededor. Solo oscuridad y silencio.
"¿Qué mierda salió mal?" pensó Alberto, mientras trataba de repasar sus
movimientos en los últimos días. Un golpe desde atrás hizo que volviera a
ubicarse en tiempo y espacio. Atado, descalzo, congelándose de a poco y ahora,
con el dolor en la cabeza que había renacido.
- ¿Así que el señorito se creyó más vivo que los demás? - resonó desde la oscuridad aquella voz que lo
increpó cuando los encapuchaban. Era una
voz grave, profunda y pronunciaba las palabras con una ironía macabra - ¿No
estabas pensando defraudar nuestra confianza, no?
Alberto levantó la cabeza y trató de divisar en la penumbra el origen de
esas acusaciones. Silenciosamente, casi en cámara lenta, un cuerpo gigante
comenzó a dibujarse lentamente desde las sombras. Figura y fondo. Debía medir
unos 2 metros de altura, tamaño magnificado por la posición de Alberto, que lo
miraba desde la silla. El puño cerrado del gigante era casi del tamaño de la
cabeza de Alberto. Se movía con la sigilo de un felino y tenía los modales de
un miembro de la realeza. Un tipo acostumbrado a lidiar con toda clase de gente
dentro del variado ambiente para los que prestaba servicios.
- Te traigo saludos del señor Leiva. No está muy contento con tu
conducta reciente - dijo el gigante, con un lenguaje amable y claro, que contrastaba
con su porte de matón sanguinario. - La cosa es simple niño Alberto. Usted le
debe al Señor Leiva una cantidad de dinero… importante, digamos… entre otras
detalles.
El gigante hablaba haciendo ademanes con sus brazos y moviendo las manos
para marcar el énfasis de sus palabras. En su cabeza, se dirigía a un público
imaginario.
- Quiero que entiendas, querido Alberto, que ésta
circunstancia no es lo que nosotros deseamos, nos gustaría más poder llegar a
un entendimiento de otro tipo... por llamarlo de alguna manera.
- No tengo idea de que mierda estás hablando! Yo
no les debo nada. Tenés a la persona equivoca...! - gritó Alberto.
- El golpe en la cabeza no dejó que
terminara la frase y tiró a Alberto contra el suelo. Un derechazo seco hizo que
la boca de Alberto explotara de sangre y un par de dientes rodaron por el piso
de cemento.
- No me gusta ponerme agresivo pero tampoco me
gusta que nadie insulte mi inteligencia - dijo a modo de excusa.
El gigante tomó el respaldo de la silla con una sola mano y volvió a
poner a Alberto en su lugar. De la nariz y de la boca la sangre no paraba de
salir y había comenzado a mezclarse con el agua del piso. Las palabras no
salían de boca de Alberto por más que intentara pronunciar alguna frase. La
potencia del golpe lo había dejado gorgi. Parecía uno de esos boxeadores que se
mantienen de pié por puro instinto de supervivencia, esperando que el rincón
arroje la toalla salvadora. Era en vano intentar hilar cualquier pensamiento
coherente, más aún intentar que las conexiones nerviosas entre el cerebro y la
boca mostraran alguna eficacia. Levantó la cabeza y trató de concentrarse. A lo
lejos pudo ver al gigante de espaldas.
Su cabeza seguía dándole vueltas, como si su cerebro buscara tomar su posición
normal. Cuando el mareo terminó, el dolor volvió con mayor intensidad.
- No hay motivos para que sigamos con
esta danza - dijo el gigante a lo lejos. Sería correcto para ambos que me
dijera como puedo recuperar el dinero del señor Leiva, usted seguirá su camino
y yo el mío. Mi jefe obtendrá lo que quiere y usted nos hará el favor de
tomarse unas vacaciones. Largas y lo más lejos posible. No querrá saber qué pasa
si no colabora - masculló mientras se encogía de hombros.
Los pensamientos de Alberto no paraba de agolparse en su cabeza.
Caóticos. Nunca pensó que quedarse con el dinero de Leiva tuviera semejante
costo. Todos sabían en la ciudad nada de lo ilegal le era ajeno a Leiva. Desde
el menudeo de drogas hasta el juego clandestino. Era un tipo sobrio, elegante y
reservado, que había comenzado con la venta de autopartes robadas y fue
ascendiendo en la pirámide de poder de la organización. Siempre supo camuflar
muy bien sus negocios dándole una apariencia de legales: desde salones de video
juego en los años 90s hasta un restoranes y la venta de automóviles. A pesar de
ser un permanente sospechoso, nunca pudieron probar sus contactos con el
submundo criminal, posiblemente por su amistad con algunos personajes de la
política y especialmente la justicia. Leiva consideraba la discreción una
virtud dentro del ambiente en el que se movía, y lo mismo exigía de sus
subalternos. La supervivencia del negocio así lo requería. Y Alberto no era una
persona a la que le interesara el cultivo de tales virtudes. El enojo de Leiva
venía en ese sentido. Alberto se dio cuenta mientras estaba atado y dolorido en
una silla maltrecha y con su boca y nariz formando una masa informe de pellejo,
piel y sangre.
- Esto no tienen ni mierda que ver con la
guita. No es una cuestión de plata – gritó Alberto la tener la revelación.
El gigante se dio vuelta y lo miró son sorna, luego rió para sí y
comenzó a acercarse lentamente.
- Es esa mierda de no mostrarse demasiado, de no hacer ostentación. Esos
putos códigos. ¿De qué sirve hacer plata si no podés darte ciertos gustos?
- Los códigos son parte fundamental del negocio. Y usted lo sabía desde
un principio. Por supuesto que el asunto del dinero también es importante, pero
no lo principal en este baile… Para sobrevivir uno tiene que ser inteligente, y
en nuestro negocio, para vivir bien uno tiene que ser una sombra y no un
artista de varieté que llame la atención. Porque cuando uno llama la atención
la gente primero, y los medios después comienza a hacer preguntas incómodas. Y
siempre es bueno mantenerse alejando de los interrogatorios. No tengo que
explicárselo, ¿verdad? – dijo el gigante, como un buen maestro tratando de
hacer entrar en razones a un alumno rebelde.
Alberto seguía atentamente al gigante y sus movimientos tratando de
buscar alguna alternativa que le permitiera escapar del suplicio de que era
protagonista. Las sogas estaban estrangulando sus muñecas y casi no sentía los
dedos. Comenzó a moverse lentamente en la silla mientras su cabeza buscaba
entre la oscuridad algún indicio de algo que pareciera un puerta y ventana o
una grieta que le permitiera escapar. El gigante percibió la intención de
Alberto.
- No pierdas tiempo buscando una manera de salir. No es posible.
Es ese instante al gigante hizo un movimiento y algo brilloso se
descubrió en su mano. Después se dio vuelta y toda su humanidad se dirigió
hacia Alberto. Se acercó tanto que hasta podía oler su colonia barata. Se arrodilló,
tomó la cara de Alberto con una de sus manazas y lo miró fijamente.
- Lamento informarte que ya no está en mis manos lo que va a pasar.
De la nada se escuchó un fuerte estampido.
Donde estaba el dedo gordo del pie derecho ahora se hallaba una masa de
carne, sangre y hueso molido. Los gritos deberían haberse escuchado desde
lejos, si acaso hubiera alguien que pudiera escucharlos. El dolor se hizo
insoportable, de una intensidad tal que hizo que Alberto se desmayara. Ese
dolor era lo último que iba a sentir.
Esos putos códigos.
Alejandro Enrique