Notas para leer en caso de incendio.








miércoles, 21 de abril de 2010

Seis copas (título provisorio - cuento inédito)

Antonio Sarlo estaba sentado esperando a su mujer. Era todo lo que necesitaba saber por ese momento. No importaba dónde había ido ella, adónde se había escondido, o si había estado con su amante… Iba por su tercer trago (Antonio), sentado en el bar, acodado en la barra y viendo la puerta de entrada usando el espejo del mostrador. Fumaba en silencio. Había vuelto al tabaco hacía unos meses, a causa de los nervios que lo sumían en todo tipo de cavilaciones. Nunca quiso decir “por culpa de…” pero era evidente que el rencor hacia su mujer lo estaba consumiendo por dentro. Una llaga a la que se le echa sal constantemente sin darle tiempo de secarse. Volaba por la cuadra, su imaginación. En forma de espectro errante, corría hasta la esquina y buscaba encontrar en el camino el rastro o las pisadas de aquella mujer que, avergonzada, regresa al lecho que la contiene sin cuestionamientos. Pero nada. El alma planeaba a escasos centímetros del suelo y así llegaba a la otra esquina. Ninguna presencia que delatara un encuentro próximo. “Qué se le va a hacer…” pensaba Antonio. Pedía otra copa, dejaba las monedas sobre la barra y esperaba a que el mozo las recogiera para llevarse el vaso a la boca. Así pasaba las noches (y los días) esperando. Su mujer se había ido, eso era la verdad. Una realidad palpable, sobria. Pero se deformaba, se reducía y a veces hasta desaparecía cuando las copas sumaban más de seis en la cuenta de caja. Pasaban las horas. Las noches, las estaciones, otras tristezas. Hasta llegó a pasar un gobierno entero, pero nadie entraba para reencontrarse con Sarlo. Tampoco hablaba con nadie, más de aquel saludo que no se le niega al parroquiano: “Que tal Antonio”, “Acá, en la dulce espera.” contestaba, y uno no sabía si reírse o sentarse y penar con él.
Después vino un tiempo difícil. Antonio cayó enfermo en invierno lo que hizo que faltara a sus citas. Durante algunas semanas que parecieron años la butaca permaneció vacía. Nadie quería sentarse ahí. Pensábamos que era cuestión de días para que volviera a ocuparse el lugar, por lo cual el mozo la limpiaba todas las tardes al abrir el bar.
Antonio no volvió.
Una noche, cuando la resignación todavía no se hacía presente, apareció en cambio una mujer preguntando por el señor Sarlo. Todos callamos. La mujer intuyó el recelo silencioso del bar. Recorrió todas las mesas con la mirada, se volvió y habló con el mozo de la barra y su salió en silencio. El mozo gritó para que oyéramos, y para oírse el también: “¡Antonio Sarlo nunca estuvo casado. No tenía esposa, tampoco hijos, nada. Acosó mucho tiempo a la mujer que se acaba de ir. Preguntó si alguien quería las cartas que él le mandaba todas las semanas…le dije que las quemara!”
El bar cambió después de la partida de Aldo. Cuando llegó la primavera todos cambiaron su lugar en las mesas para aprovechar mejor los últimos rayos de sol que entran por la ventana durante los meses que previos a la navidad. Antes de año nuevo alguien trajo un retrato a lápiz, enmarcado: era Antonio, sentado en su butaca, mirándonos de reojo y con la mueca que sabía usar para pedirnos amablemente que lo dejáramos en paz. Colgamos el cuadro en la pared contigua a la entrada y nadie volvió a mencionar su nombre.

martes, 6 de abril de 2010

Plaza Sarmiento (cuento editado en un libro, por ahí)

La primera vez que en la calle vi a esa mujer cruzar corriendo la esquina pensé que estaba loca. Una de las tantas que la noche deja libre.
La segunda vez ya no fue casualidad. Yo venía peleando contra el sueño y miraba para todos lados. Ubicando las cosas, tomándole distancia para no encontrarme con ellas de golpe y así evitar que mi cara termine contra alguna pared o cualquier cosa que me aparezca en el camino. Como aquella vez que un par de tachos de basura salieron al cruce y me co-rrieron tres cuadras tratando de morderme los talones. Son terribles. Nunca patees uno de esos tachos. Nunca se sabe como pueden reaccionar. Como les decía: venía tranquilo, casi dormido (semidormido) y volví a ver a esa mujer, exactamente en el mismo lugar. Quiero decir; vi a la misma mujer, en el mismo lugar y moviéndose rápido, de la misma manera que la primera vez que ya conté más arriba. Voló por sobre el asfalto, y no paró hasta llegar a la otra esquina.
Creí que era una broma. Supuse que la mujer me había reconocido y que había actuado esta última vez como burlándose de nuestro primer encuentro. No le di demasiada importancia, por el sueño tal vez. El tiempo pasó. Al cabo de unos días, una nueva pelea con los tachos de basura me puso en aviso de que debía cambiar el camino de regreso a casa. En lugar de describir una L desde la plaza donde paraban los colectivos hasta mi casa, tuve que cambiar el recorrido formando una incómoda S, sólo para evitar llegar a destino con los talones lastimados.
Fue una de esas noches en que practicaba una caminata por el nuevo circuito cuando me topé en una esquina con uno de los tachos. No era su lugar de siempre, me arrinconé contra una puerta de hierro gigante y cerré los ojos. Como si eso me ayudara a que él no me viera. Era un tanto lógico mi razonamiento, yo no veía el tacho, él no tendría que verme. Escuché entonces como tosía, se removía en el piso y respiraba con dificultad, como un tiburón cuando se le atraviesa una costilla de humano en el esófago. Me asomé, lentamente caminé, siempre a espaldas del adminículo-depósito. La tentación fue más fuerte que yo y, sin vacilar, sin repetir y sin soplar, le encajé una patada que terminó por tumbarlo en medio de la calle. La reacción no fue la que yo esperaba; dentro del tacho había un vagabundo que – por algún motivo que no viene al caso explicar ahora – estaba atrapado, prisionero. El viejo terminó casi del otro lado de la calle, el impulso que recibió por la patada que le di a su captor lo lanzó despedido, regurgitado por el tachete loco que era el captor del vagabundo; que estaba dentro del tacho atrapado, prisionero del tacho que lo tenía capturado; tacho que estaba atragantado por un vagabundo intragable que se había metido, vaya a saber uno por qué, en las fauces de un tacho de basura que ahora lo estaba tratando de digerir y que... bueno, me perdí.
Ayudé al hombre a levantarse y lo llevé hasta la entrada de un edificio que se Internaba en una galería. Me agradeció el gesto. Le pregunté qué lo había llevado a meterse en un tacho sabiendo el manjar que representan para los bichos esos las personas de la calle. Reconoció que había obrado mal, pero que había entrado al come-linyeras tentado por un olor que salía de su interior. Sacó del bolsillo un par de empanadas humeantes y se las tragó sin masticar. Las había rescatado estando dentro del “coso ése”, como lo llamó él. En su lugar hubiese hecho lo mismo.
Me pidió cartón. Sólo un poco, para poder remendar el agujero que tenía en la suela del zapato. Le dije que no traía conmigo en ese momento ni siquiera un poco de papel. Lo gracioso fue que mis zapatos estaban peor que los de él. Salimos los dos a buscar, juntos, un poco de papel o cartón para arreglar nuestros sendos zapatos. Pasamos por la esquina donde minutos antes había sucedido todo la pelea pero no vimos rastros del bicho. Caminamos tranquilos, deteniéndonos antes cualquier posible pedazo de cartón. Después de cinco minutos (o cinco horas, o tal ves cinco días, no lo sé) de estar vagando juntos, entramos en confianza y el hombre de la calle me refirió la historia de su vida. Algo que no viene al caso contar ya que pronto yo también seré uno de ellos.
La felicidad del linyera al encontrar cartón para sus (nuestros) zapatos hizo que le vinieran ganas de cantar unos tangos viejos. A esta altura, en las postrimerías del año dos mil cien, todos los tangos son viejos. Aún cuando se hayan compuesto hace una semana. El tiempo fluye de otra manera en el futuro, y yo, como buen viajero proveniente de un mañana incierto, tengo que hacerlo notar aunque ésta no sea la razón de la historia que estoy por referirte y que el linyera, a su vez, me refirió después de celebrar el fin de la búsqueda de cartón.
Terminó de cantar El entrerriano, un tango que posee una maldición y que figura en la lista de censura del Comfer. Canción que no se escucha más que de boca de personas como mi compañero. No hay registros de su grabación, se eliminaron todos los discos (o simplemente desaparecieron) como respuesta del gobierno a la publicación del historiador Miguel Ignacio Dolina (nieto de un escritor cuyo nombre no viene a mi mente ahora) en la revista Un pasado mejor. En ese artículo se describe como todos aquellos que escucharon alguna vez ese tango terminaron muertos. Nunca se supo si, en esos casos, la maldición se había cumplido o simplemente habían muerto por causas naturales, “...lo que sí se sabe – cito el artículo – es que todos aquéllos que escucharon ese tango terminaron, tarde o temprano, en el cementerio. Aunque pueden haber muerto por otras maldiciones, como por ejemplo, la de ser víctimas del incendio que nunca se apaga, en el distrito de Miserere Centro (ex barrio Once).”*
Como venía diciendo. Después de ayudarlo a entonar ese tango, nos sentamos en la parada del ciento treinta a remendar los calzados quejosos por la humedad y el maltrato de una noche agitada como la que nos había tocado en suerte. Vimos pasar por la esquina, un grupo de tachos, en manada (o jauría, o cardumen... eran un grupo, con eso basta), pero no tu-vimos miedo, estaban demasiado lejos como para hacernos daño. Fue entonces y no más tarde, que el vagabundo hizo referencia a la mujer que yo había visto en más de una ocasión. Aquella que corría de una vereda a otra, cruzando la calle sin mirar, esté el semáforo en verde o no. Le pregunté si él también la había visto, me respondió que no recordaba el número de veces. Me advirtió que tenga cuidado, puesto que ella no era un ser humano vivo. “¿Es un fantasma?” pregunté. Me contestó que no. Era algo más complicado de entender que una simple aparición. “Algunos piensan que es la que controla los tachos. Que en vida había sido una vagabunda como nosotros y una noche la encontraron muerta dentro de uno de los contenedores de basura. Se llevaron el cuerpo y lo enterraron por ahí, pero con el tiempo empezó a aparecerse. No tiene un orden, a veces, se presenta durante una semana, todas las noches. Por ahí, pasa meses enteros sin que nadie la vea. Cantamos El entrerriano porque dicen que no soporta escucharlo.” “Interesante – dije – parecían calles normales.” “Todo parece normal.” dijo mi compañero.
Arreglamos como pudimos los zapatos y nos fuimos internando en una cortada que estaba cerca de la plaza Sarmiento. No había lugar seguro con esa mujer en la calle. Quisimos ir a verla, no supe de qué queríamos cerciorarnos. Supongo que fue el coraje que infunda un calzado en buenas condiciones. Llegamos a la plaza, nos deslizamos por entre los árboles ayudados por la oscuridad de sus ramas hasta llegar al centro mismo de ella, donde una fuente vieja y horrible nos sirvió de escondite. Desde ahí se podía ver la esquina fantasmal. Podíamos verla a ella, vestía con una campera marrón, grande para su cuerpo, parecía llevar puesta una frazada enorme más que un abrigo. Cruzó tantas veces que perdimos la cuenta, mi amigo de la calle por no saber contar, yo por tener (como ya dije) otra noción del tiempo. Se acercaba el amanecer y la actitud de la fémina espectral no parecía modificarse en absoluto. Hasta que – como todo – llegó a su fin su constante deambular cuando un ciento cincuenta y tres cruzó la esquina alentado por la luz verde que lo habilitaba y la imagen corpórea de la mujer desapareció entre el amarillo de la carrocería y el gris del paragolpes delantero. Más allá de saber que el vehículo acababa de atropellar a un no vivo, la impresión hizo que cerrara los ojos. Cuando los abrí, el amanecer ya era una realidad. La luz del sol era más fuerte que el alumbrado público, aún así todavía quedaban partes oscuras entre galerías y toldos. Me despedí de mi compañero de esa noche, me agradeció una vez más el haberlo salvado y me dijo que camine tranquilo hasta mi casa. “Los tachos a esta hora no hacen nada.” Y yo le creí, caminé y doblemente le creí al comprobar que tenía razón. Llegué a casa con los talones intactos y con una moraleja entre los dientes que olvidé ni bien apoyé la cabeza en la almohada.

lunes, 5 de abril de 2010

El grillo (cuento inédito)

Ninguno pensó que una noche como esa nos iba a dar un regalo el río. Nos habíamos resignado a que las líneas no picarían en toda la noche y la esperanza se había disuelto en el agua; una metáfora entre la ilusión extinta y la carnada sin sabor en los anzuelos bajo el agua nos daba vueltas en la cabeza, pero ninguno quería decir nada. Dos de nosotros dormían (o descansaban los ojos, descansar es una manera de corregirme, lo mismo no decir nada que...) en la carpa. El humo de la fogata había barrido los mosquitos.
Un poco de vino.
El mismo aburrimiento.
Otro poco de vino.
Pablo hablaba solo y jugaba movía con el pié una línea atada a una vara enterrada en el piso. Tomás y Horacio seguían en la carpa. Y yo, puteaba por lo bajo mientras buscaba la manera de retener unos pocos granos de arena entre mis dedos. Había sed, el vino se había terminado. Había hambre también.
La sed o el hambre fueron el justificativo para la cacería que empezamos cuando Pablo, después de preguntar si quedaba algo de carnada, dijo que los grillos eran buenos para el pique. Al rato, después de pensarlo un segundo, los cuatro prestábamos atención a lo que se podía oír como un insecto. Estáticos, repartidos por ahí, y con las linternas apagadas, atentos al audio de la noche.
- ¡Sh! – nos callaba Pablo.
- Por acá no hay grillos. – dijo alguno de los otros dos.
- Si, si hay, calláte un poco y vas a ver.
- Pero no se ve nada. – dijo Tomás.
- ¡Sh, calláte te digo! – Pablo y su pedagogía.
Tiramos un par de piedras a los árboles del monte, algunos pájaros volaron de unas copas a otras, pero ningún grillo. Buscábamos en el lugar equivocado; otra de las estupideces que hicimos esa noche pero que también callamos, para no delatar nuestra idiotez cómplice. Horacio se zambulló en unos matorrales. Lo creí muerto o casi muerto. Ayudamos a levantarlo. Un cazador con heridas de guerra, la linterna rota en una mano y un insecto moribundo en la otra. No era exactamente un grillo, pero se parecía tanto que decidimos que desde ese momento lo sería. Junté mi línea. Obviamente nada traía. La carnada era una bola embarrada, sin olor, sin sentido, ni siquiera el suficiente como para parecerse a lo que es una carnada propiamente dicha. Un pedazo de carne sin dignidad. Dejé el resto del trabajo a los demás.
La humanidad ha evolucionado; se podía comprobar esa realidad viendo a esos tres tipos tratando de clavar la carnada moribunda al anzuelo sin que se les desmembrara. Miré al cielo, buscando la luna. Recorriendo las sombras que proyectaban los sauces sobre el agua, en la otra orilla. No hacía falta fogata ni abrigo, esa luna y las estrellas eran soles que subían la temperatura del viento que se acordaba de soplar cada tanto. Brisas cálidas más allá del agua. Brisas y pensamientos flotando en una misma dirección.
- ¡Ah!, boludo y la conch...
- No la vi, perdoname.
- Dejalo quieto que sino sangra más.
Horacio había tropezado con la tanza mientras Pablo encarnaba. Su dedo sangraba a borbotones, era evidente incluso desde donde yo estaba. Tomás tranquilizaba a Pablo y pedía la cuchilla, Horacio se desesperaba y se justificaba.
- No la vi...no la vi... – repetía.
- ¡Ah! ¡¡Cómo arde!!
Horacio le pasó la cuchilla a Tomás y vino a sentarse cerca de mí, se contagió mudez. Se había quedado, él también, sin palabras para justificarse. Pablo y Horacio hacían silencio, gesticulaciones y maniobras varias en un intento por extirpar el anzuelo del dedo y un poco del dolor que seguramente se iría con el.
- Necesito agua. – Dijo Tomás, más calmado. Horacio no supo responder.
- Acá la tengo. – Les dije, y cayó la botella entre las piernas de Horacio, quien se las acercó. Enjuagaron un poco la herida y tomaron unos tragos. No servía de anestésico No era vino.
Todos nos relajamos un poco con las bromas que hizo Pablo.
- ¿No conseguiste un bisturí más grande? Porque éste es muy chico... si el agua fuera ginebra no me dolería nada, pero nada, che... tené cuidado que tenés que dejarme algún pedazo de la mano…mirá que el anzuelo es tuyo pero el dedo es mío.
Por cansancio o simple indiferencia nos limitamos a mirar. No dijimos ni una sola palabra acerca de los chistes tan malos que hacía Pablo, ni por los que siguieron.
- Che, como viene la cuestión, a lo mejor conviene que me corten el dedo y lo usamos
de carnada... pescamos así, jaja.
Ahí sí nos reímos los cuatro. Creo que las sonrisas fueron forzadas, un reflejo tal vez. Por lo menos para mí. No veía la gracia en la última broma de Pablo. Creo que Horacio tampoco lo vio así. Se levantó y fue a ayudar en la operación.
- Dejame a mí. – dijo y suplantó a Tomás que fue hasta la orilla para lavarse las manos antes de ir a al baño... por ahí.
El río seguía corriendo, pero el reflejo de las cosas sobre él, no. Yo pensaba en eso y en la falta de humor que me invadía ante lo ocurrido. Tal vez mi mal humor era el síntoma que dejaba en claro el poco interés que tenía por el futuro del dedo de Pablo. En su lugar hubiese reacciona de otra mane...
- ¡¡Ah!! ¡¡Qué hiciste hijo de puta!! – Pablo, herido, se revolcaba en la arena, no
cerraba la boca en ningún momento. Gritaba y acercaba su mano a la cara para ver que no se equivocaba, que algo le faltaba. Volvió a gritar, insultaba, blasfemaba y demás pestes largó al viento. – ¡La puta que te parió, qué hiciste pelotudo!
- ¿No dijiste que encarnáramos con el dedo? – Horacio, de nuevo justificándose,
preparando la tanza para tirarla al agua, con el pedazo del pulgar de Pablo como carnada fresca. Pablo no podía moverse. Era la impotencia, la sorpresa, o el dolor. Una suma de las tres o un sentimiento de furia tan grande que superaba a los otros, tenía en el suelo a Pablo. Tomás apareció, volviendo de los yuyos y al tanto de todo. Volvió a convertirse en el mediador, frenando el enojo de Pablo; como minutos antes lo había conseguido, tal vez ahora podría tranquilizarlo de nuevo. Horacio miraba al río, negando con la cabeza como un padre reprobando el berrinche de su hijo. – Calmate un poco che, no te quejés tanto. Era más fácil hacer lo que hice que sacarte el anzuelo.
Pablo se levantó de un salto, queriendo atropellar a Horacio con todo el cuerpo, pero Tomás lo detuvo. Entonces todo el silencio cayó bruscamente sobre el campo. Quedando mudos los tres. No entendí por qué, en un segundo, la tierra se había detenido. Un dios parecía habernos quitado el tiempo. Lo supe cuando miré donde ellos miraban.
Estáticos, petrificados, mirábamos los cuatro la línea en las manos de Horacio.
Un tirón.
Dos.
Tres tirones.
Cuatro y una corrida más que alentadora. La corrida que nos avisa que el animal en el otro extremo de la tanza se condenó a sí mismo para siempre. Gritos de aliento. Tres de nosotros cantando victoria a un cuarto que ahora saltaba de alegría, imitando al pez (pescado) fuera del agua. Las mismas convulsiones por falta de oxígeno. El ahogo y la satisfacción. La gloria que nunca envejece, que no es efímera. La historia que se recuerda siempre, en ocasiones donde el honor es puesto en juego, o para hacer un simple comentario. Ahí va a estar la anécdota, el brillo en los ojos, el reflejo de La hazaña. El resultado superando las expectativas (siempre aclarando y exagerando el resultado).
Un dorado de cuatr... siete kilos, listo para ser lo que le corresponde fuera del agua. Una cena digna del mejor rey.
Al otro día volvimos siguiendo el camino de la ruta vieja que va a Villa Urquiza. Una camioneta nos levantó a mitad de camino. Nos ahorramos el golpe de calor y la sed. Guardamos la cabeza del animalito para mostrarlo en la casa. Esas cosas tan grandes no salen todo el tiempo del río. No las regala.
Tenemos pensado otro viaje para semana santa. Ya lo echamos a suerte. Al que le toca cortarse el dedo esta vez es a...