Notas para leer en caso de incendio.








lunes, 5 de abril de 2010

El grillo (cuento inédito)

Ninguno pensó que una noche como esa nos iba a dar un regalo el río. Nos habíamos resignado a que las líneas no picarían en toda la noche y la esperanza se había disuelto en el agua; una metáfora entre la ilusión extinta y la carnada sin sabor en los anzuelos bajo el agua nos daba vueltas en la cabeza, pero ninguno quería decir nada. Dos de nosotros dormían (o descansaban los ojos, descansar es una manera de corregirme, lo mismo no decir nada que...) en la carpa. El humo de la fogata había barrido los mosquitos.
Un poco de vino.
El mismo aburrimiento.
Otro poco de vino.
Pablo hablaba solo y jugaba movía con el pié una línea atada a una vara enterrada en el piso. Tomás y Horacio seguían en la carpa. Y yo, puteaba por lo bajo mientras buscaba la manera de retener unos pocos granos de arena entre mis dedos. Había sed, el vino se había terminado. Había hambre también.
La sed o el hambre fueron el justificativo para la cacería que empezamos cuando Pablo, después de preguntar si quedaba algo de carnada, dijo que los grillos eran buenos para el pique. Al rato, después de pensarlo un segundo, los cuatro prestábamos atención a lo que se podía oír como un insecto. Estáticos, repartidos por ahí, y con las linternas apagadas, atentos al audio de la noche.
- ¡Sh! – nos callaba Pablo.
- Por acá no hay grillos. – dijo alguno de los otros dos.
- Si, si hay, calláte un poco y vas a ver.
- Pero no se ve nada. – dijo Tomás.
- ¡Sh, calláte te digo! – Pablo y su pedagogía.
Tiramos un par de piedras a los árboles del monte, algunos pájaros volaron de unas copas a otras, pero ningún grillo. Buscábamos en el lugar equivocado; otra de las estupideces que hicimos esa noche pero que también callamos, para no delatar nuestra idiotez cómplice. Horacio se zambulló en unos matorrales. Lo creí muerto o casi muerto. Ayudamos a levantarlo. Un cazador con heridas de guerra, la linterna rota en una mano y un insecto moribundo en la otra. No era exactamente un grillo, pero se parecía tanto que decidimos que desde ese momento lo sería. Junté mi línea. Obviamente nada traía. La carnada era una bola embarrada, sin olor, sin sentido, ni siquiera el suficiente como para parecerse a lo que es una carnada propiamente dicha. Un pedazo de carne sin dignidad. Dejé el resto del trabajo a los demás.
La humanidad ha evolucionado; se podía comprobar esa realidad viendo a esos tres tipos tratando de clavar la carnada moribunda al anzuelo sin que se les desmembrara. Miré al cielo, buscando la luna. Recorriendo las sombras que proyectaban los sauces sobre el agua, en la otra orilla. No hacía falta fogata ni abrigo, esa luna y las estrellas eran soles que subían la temperatura del viento que se acordaba de soplar cada tanto. Brisas cálidas más allá del agua. Brisas y pensamientos flotando en una misma dirección.
- ¡Ah!, boludo y la conch...
- No la vi, perdoname.
- Dejalo quieto que sino sangra más.
Horacio había tropezado con la tanza mientras Pablo encarnaba. Su dedo sangraba a borbotones, era evidente incluso desde donde yo estaba. Tomás tranquilizaba a Pablo y pedía la cuchilla, Horacio se desesperaba y se justificaba.
- No la vi...no la vi... – repetía.
- ¡Ah! ¡¡Cómo arde!!
Horacio le pasó la cuchilla a Tomás y vino a sentarse cerca de mí, se contagió mudez. Se había quedado, él también, sin palabras para justificarse. Pablo y Horacio hacían silencio, gesticulaciones y maniobras varias en un intento por extirpar el anzuelo del dedo y un poco del dolor que seguramente se iría con el.
- Necesito agua. – Dijo Tomás, más calmado. Horacio no supo responder.
- Acá la tengo. – Les dije, y cayó la botella entre las piernas de Horacio, quien se las acercó. Enjuagaron un poco la herida y tomaron unos tragos. No servía de anestésico No era vino.
Todos nos relajamos un poco con las bromas que hizo Pablo.
- ¿No conseguiste un bisturí más grande? Porque éste es muy chico... si el agua fuera ginebra no me dolería nada, pero nada, che... tené cuidado que tenés que dejarme algún pedazo de la mano…mirá que el anzuelo es tuyo pero el dedo es mío.
Por cansancio o simple indiferencia nos limitamos a mirar. No dijimos ni una sola palabra acerca de los chistes tan malos que hacía Pablo, ni por los que siguieron.
- Che, como viene la cuestión, a lo mejor conviene que me corten el dedo y lo usamos
de carnada... pescamos así, jaja.
Ahí sí nos reímos los cuatro. Creo que las sonrisas fueron forzadas, un reflejo tal vez. Por lo menos para mí. No veía la gracia en la última broma de Pablo. Creo que Horacio tampoco lo vio así. Se levantó y fue a ayudar en la operación.
- Dejame a mí. – dijo y suplantó a Tomás que fue hasta la orilla para lavarse las manos antes de ir a al baño... por ahí.
El río seguía corriendo, pero el reflejo de las cosas sobre él, no. Yo pensaba en eso y en la falta de humor que me invadía ante lo ocurrido. Tal vez mi mal humor era el síntoma que dejaba en claro el poco interés que tenía por el futuro del dedo de Pablo. En su lugar hubiese reacciona de otra mane...
- ¡¡Ah!! ¡¡Qué hiciste hijo de puta!! – Pablo, herido, se revolcaba en la arena, no
cerraba la boca en ningún momento. Gritaba y acercaba su mano a la cara para ver que no se equivocaba, que algo le faltaba. Volvió a gritar, insultaba, blasfemaba y demás pestes largó al viento. – ¡La puta que te parió, qué hiciste pelotudo!
- ¿No dijiste que encarnáramos con el dedo? – Horacio, de nuevo justificándose,
preparando la tanza para tirarla al agua, con el pedazo del pulgar de Pablo como carnada fresca. Pablo no podía moverse. Era la impotencia, la sorpresa, o el dolor. Una suma de las tres o un sentimiento de furia tan grande que superaba a los otros, tenía en el suelo a Pablo. Tomás apareció, volviendo de los yuyos y al tanto de todo. Volvió a convertirse en el mediador, frenando el enojo de Pablo; como minutos antes lo había conseguido, tal vez ahora podría tranquilizarlo de nuevo. Horacio miraba al río, negando con la cabeza como un padre reprobando el berrinche de su hijo. – Calmate un poco che, no te quejés tanto. Era más fácil hacer lo que hice que sacarte el anzuelo.
Pablo se levantó de un salto, queriendo atropellar a Horacio con todo el cuerpo, pero Tomás lo detuvo. Entonces todo el silencio cayó bruscamente sobre el campo. Quedando mudos los tres. No entendí por qué, en un segundo, la tierra se había detenido. Un dios parecía habernos quitado el tiempo. Lo supe cuando miré donde ellos miraban.
Estáticos, petrificados, mirábamos los cuatro la línea en las manos de Horacio.
Un tirón.
Dos.
Tres tirones.
Cuatro y una corrida más que alentadora. La corrida que nos avisa que el animal en el otro extremo de la tanza se condenó a sí mismo para siempre. Gritos de aliento. Tres de nosotros cantando victoria a un cuarto que ahora saltaba de alegría, imitando al pez (pescado) fuera del agua. Las mismas convulsiones por falta de oxígeno. El ahogo y la satisfacción. La gloria que nunca envejece, que no es efímera. La historia que se recuerda siempre, en ocasiones donde el honor es puesto en juego, o para hacer un simple comentario. Ahí va a estar la anécdota, el brillo en los ojos, el reflejo de La hazaña. El resultado superando las expectativas (siempre aclarando y exagerando el resultado).
Un dorado de cuatr... siete kilos, listo para ser lo que le corresponde fuera del agua. Una cena digna del mejor rey.
Al otro día volvimos siguiendo el camino de la ruta vieja que va a Villa Urquiza. Una camioneta nos levantó a mitad de camino. Nos ahorramos el golpe de calor y la sed. Guardamos la cabeza del animalito para mostrarlo en la casa. Esas cosas tan grandes no salen todo el tiempo del río. No las regala.
Tenemos pensado otro viaje para semana santa. Ya lo echamos a suerte. Al que le toca cortarse el dedo esta vez es a...