Antonio Sarlo estaba sentado esperando a su mujer. Era todo lo que necesitaba saber por ese momento. No importaba dónde había ido ella, adónde se había escondido, o si había estado con su amante… Iba por su tercer trago (Antonio), sentado en el bar, acodado en la barra y viendo la puerta de entrada usando el espejo del mostrador. Fumaba en silencio. Había vuelto al tabaco hacía unos meses, a causa de los nervios que lo sumían en todo tipo de cavilaciones. Nunca quiso decir “por culpa de…” pero era evidente que el rencor hacia su mujer lo estaba consumiendo por dentro. Una llaga a la que se le echa sal constantemente sin darle tiempo de secarse. Volaba por la cuadra, su imaginación. En forma de espectro errante, corría hasta la esquina y buscaba encontrar en el camino el rastro o las pisadas de aquella mujer que, avergonzada, regresa al lecho que la contiene sin cuestionamientos. Pero nada. El alma planeaba a escasos centímetros del suelo y así llegaba a la otra esquina. Ninguna presencia que delatara un encuentro próximo. “Qué se le va a hacer…” pensaba Antonio. Pedía otra copa, dejaba las monedas sobre la barra y esperaba a que el mozo las recogiera para llevarse el vaso a la boca. Así pasaba las noches (y los días) esperando. Su mujer se había ido, eso era la verdad. Una realidad palpable, sobria. Pero se deformaba, se reducía y a veces hasta desaparecía cuando las copas sumaban más de seis en la cuenta de caja. Pasaban las horas. Las noches, las estaciones, otras tristezas. Hasta llegó a pasar un gobierno entero, pero nadie entraba para reencontrarse con Sarlo. Tampoco hablaba con nadie, más de aquel saludo que no se le niega al parroquiano: “Que tal Antonio”, “Acá, en la dulce espera.” contestaba, y uno no sabía si reírse o sentarse y penar con él.
Después vino un tiempo difícil. Antonio cayó enfermo en invierno lo que hizo que faltara a sus citas. Durante algunas semanas que parecieron años la butaca permaneció vacía. Nadie quería sentarse ahí. Pensábamos que era cuestión de días para que volviera a ocuparse el lugar, por lo cual el mozo la limpiaba todas las tardes al abrir el bar.
Antonio no volvió.
Una noche, cuando la resignación todavía no se hacía presente, apareció en cambio una mujer preguntando por el señor Sarlo. Todos callamos. La mujer intuyó el recelo silencioso del bar. Recorrió todas las mesas con la mirada, se volvió y habló con el mozo de la barra y su salió en silencio. El mozo gritó para que oyéramos, y para oírse el también: “¡Antonio Sarlo nunca estuvo casado. No tenía esposa, tampoco hijos, nada. Acosó mucho tiempo a la mujer que se acaba de ir. Preguntó si alguien quería las cartas que él le mandaba todas las semanas…le dije que las quemara!”
El bar cambió después de la partida de Aldo. Cuando llegó la primavera todos cambiaron su lugar en las mesas para aprovechar mejor los últimos rayos de sol que entran por la ventana durante los meses que previos a la navidad. Antes de año nuevo alguien trajo un retrato a lápiz, enmarcado: era Antonio, sentado en su butaca, mirándonos de reojo y con la mueca que sabía usar para pedirnos amablemente que lo dejáramos en paz. Colgamos el cuadro en la pared contigua a la entrada y nadie volvió a mencionar su nombre.
Antonio no volvió.
Una noche, cuando la resignación todavía no se hacía presente, apareció en cambio una mujer preguntando por el señor Sarlo. Todos callamos. La mujer intuyó el recelo silencioso del bar. Recorrió todas las mesas con la mirada, se volvió y habló con el mozo de la barra y su salió en silencio. El mozo gritó para que oyéramos, y para oírse el también: “¡Antonio Sarlo nunca estuvo casado. No tenía esposa, tampoco hijos, nada. Acosó mucho tiempo a la mujer que se acaba de ir. Preguntó si alguien quería las cartas que él le mandaba todas las semanas…le dije que las quemara!”
El bar cambió después de la partida de Aldo. Cuando llegó la primavera todos cambiaron su lugar en las mesas para aprovechar mejor los últimos rayos de sol que entran por la ventana durante los meses que previos a la navidad. Antes de año nuevo alguien trajo un retrato a lápiz, enmarcado: era Antonio, sentado en su butaca, mirándonos de reojo y con la mueca que sabía usar para pedirnos amablemente que lo dejáramos en paz. Colgamos el cuadro en la pared contigua a la entrada y nadie volvió a mencionar su nombre.