Volviendo de la terminal encuentra una
tarjeta en uno de los asientos del colectivo al que sube. El nombre y la
dirección, un abogado, y la balanza en equilibrio como detalle. Recuadro negro,
diseño sobrio y elemental pero que considera de buen gusto. El sol es
inevitable, los árboles de la ciudad no sirven de nada. Una bruma gris, algo así
como el calor despedido por millones de personas y motores de autos
estacionados invadiendo las calles, los parques, formando una capa
imperceptible, una película de no-vida sobre el río. Música ausente, sólo radios hablando sobre una
pelota que rueda, donde no importan los protagonistas. Las consecuencias
lógicas de pasar cuarenta y ocho horas durmiendo poco para mantenerse en
movimiento hacen que el domingo se vuelva el peor día para revivir. Recupera el
sueño y de golpe tiene toda la tarde para ver el techo de la habitación. Es el
fin de todo. El fin de las ideas, el fin de los sentidos anulados, embotados
por el cansancio. La conclusión a la que se arriba cuando no queda ningún lugar
al cual ir, y con lugar equivale decir “cuando no queda nadie adonde ir”…
realidad de saberse solo, no desde un punto de vista negativo o desmoralizante,
sino más bien una resignación compuesta de sentido común y desgano. Como estar
vencido pero sereno. Una espalda dolorida como un malestar simbólico de todo lo
que pesa pero que no se puede palpar. Nada que pueda ponerse en una balanza. Por
eso siempre en la tarjeta la balanza dibujada está en equilibrio, porque no se
usa.