Se llamaba Lautaro… aunque la verdad no viene al caso saberlo. Sí viene al caso saber que nunca aprendió a convivir con el resto del mundo, bajo ninguna circunstancia en la que estuvo expuesto.
Llegada determinada edad, decidió valerse del silencio y de unas tarjetas que fue escribiendo. Todas las respuestas que imaginó alguna vez estaban ahí. Fue sumando frases, los años (por su parte) sumaron tiempo. Consideró que era seguro depender de las tarjetas, por eso decidió no usar nunca más palabra alguna. Así fue ahorrando sonidos, fonemas, expresiones; sin darse cuenta que uno envejece a medida que habla su vida, cada vez que uno se equivoca; cada vez que uno se refuta a sí mismo y vuelve a empezar.
Notó que iba a un ritmo y el mundo iba a otro. Concentrando el latido de todos los que hablaban en un único y gran pulso. El silenciero ya acumulaba infinitos cartones cuando vio que ninguno esbozaba un posible interrogante. Todas las palabras en esas tarjetas eran una respuesta, una fuerte inclinación a ser hablado antes que a hablar.
Uno a uno, sus amigos fueron partiendo. Después fue el turno de sus hijos y los hijos de sus hijos; hasta escribió una despedida a su tercera esposa. Para no sentirse solo, empezó a escribir sus nombres en el dorso de las mismas tarjetas. Cada nombre de cada ser querido pasó a coincidir con una respuesta. Hubo entonces, palabras tardías para un primer amor, consejos inútiles para los hijos que ya no tenía, un “Tanto tiempo” a un tío querido. Cuando terminó con todos los nombres, escribió el suyo. Dio vuelta la tarjeta: no había ninguna respuesta escrita.
Sonrió, cerró los ojos y supo que no había más palabras que pudiera agregar.
(Esto quedó en versión borrador y no se publicó. El archivo original no está en ninguna computadora, estuvo acá esperando sin ser publicado durante cuatro años... el tiempo es algo valioso como para no darse el lujo de perderlo).